viernes, 4 de septiembre de 2015

Balcanes, refugiados y patatas calientes




 Miguel Urban

La guerra siria no empezó ayer. El éxodo de quienes huían de las bombas, los disparos y del Estado Islámico tampoco. Que los más de dos millones de desplazados en Líbano y Turquía no iban a quedarse allí permanentemente no era muy difícil de prever. Que Europa era su horizonte y terminaría siendo su destino resultaba obvio. Pero la Unión Europea se ha limitado durante todo este tiempo a mirar desde la barrera, como si aquello no fuese con ella. Ni siquiera sirvieron como anticipo las recurrentes noticias de la prensa de países como Bosnia, Macedonia o Serbia, o los informes de las organizaciones pro Derechos Humanos en los Balcanes, que desde esta primavera informaban del número creciente de refugiados que atravesaban sus territorios siguiendo las vías del tren en dirección a Europa central. Hasta que han llegado.

Pero para alcanzar las vallas con concertinas que el Gobierno húngaro ha colocado en sus 175 kilómetros de frontera con Serbia o para poder acampar frente a la estación central de ferrocarril de Budapest de la que hoy tanto se habla, las y los refugiados han tenido que salir de la UE por Grecia y atravesar los Balcanes. 

Ayer pude visitar en persona la primera parada de este paréntesis balcánico. En el pueblo fronterizo de Gevgelija, en Macedonia, llegan los refugiados desde Grecia andando en paralelo a las vías del tren. Hasta hace unas semanas apenas se veía a más de diez personas al día. Hoy son más de 3.000 quienes a diario pasan por el campamento improvisado junto a la estación de tren y convertido ya en el más grande de todo el país. No son más que unas cuantas tiendas de campaña montadas por ACNUR y Cruz Roja y custodiadas por la policía y el ejército, que ofrecen sombra y descanso durante las cuatro o cinco horas que los refugiados pasan en ellas. Tiempo suficiente para hacerles un breve chequeo médico y concederles un visado de refugiado que expira en 72 horas. Si en ese tiempo no han conseguido atravesar y abandonar el país, pasan a ser considerados extranjeros en situación irregular. Y para facilitar este tránsito fugaz, el propio Gobierno macedonio ha organizado una flota de autobuses y taxis, de pago, que los lleva hasta la siguiente frontera: Serbia o Kosovo por el norte; o hacia el este, atravesando Albania, Montenegro, Bosnia y Croacia. Pero en ambos casos con el mismo destino: la frontera con Hungría, para volver a acceder a la UE, un poco más cerca de su destino centro y norte europeo.

 Estos campamentos son la primera respuesta institucional después de meses en los que ha sido la sociedad civil balcánica la que ha tomado la iniciativa de acogida, auto-organizando entre vecinos de las zonas de paso las primeras tiendas, el reparto de agua y comida, la atención sanitaria básica, la asistencia legal e incluso una pequeña ludoteca para los más pequeños. Una muestra más de que sólo el pueblo salva al pueblo. Pero que el escaso y tardío despliegue institucional tome más forma de centros de tránsito rápido que de campos de refugiados tampoco es casual: ningún gobierno europeo, forme parte o no de la UE, quiere lidiar en su territorio con decenas de miles de refugiados. Hacen todo lo posible para que pasen rápido y sigan su camino, cual patata caliente de mano en mano. El Gobierno macedonio los recoge y atiende brevemente en la frontera griega y los desplaza hasta la frontera serbia, donde nuevamente cuentan los días para que abandonen su país. Hasta que la patata caliente choca con un muro o con una valla plagada de concertinas: intentar que el problema pase rápido o levantar un muro para que rebote en él. En el fondo, son dos maneras de no abordar la realidad, de desentenderse, de darle la espalda al mundo, a la humanidad, a los Derechos Humanos.

Hemos visitado la frontera serbo-húngara, el otro extremo de este periplo balcánico. La imagen se repite: ríos de personas agotadas caminando junto a las vías del tren y haciendo enormes colas para intentar atravesar una frontera cada vez más cerrada. Al otro lado, campos de tránsito rápido, fuerte presencia policial y amenazas xenófobas por parte de los paramilitares del partido neonazi Jobik, principal apoyo del partido gobernante del ministro de Asuntos Exteriores Péter Szijjártó, el mismo que ha justificado su política migratoria apoyándose en el ejemplo del Gobierno español en Ceuta y Melilla. Menuda Marca España.
Y como eurodiputado, lo que más me preocupa es que incluso ahora, con la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial llamando a las puertas de Europa, la UE parece no terminar de ser consciente de su magnitud. O peor aún, no quiere serlo: una reunión de ministros de Interior convocada con más de dos semanas de margen. Un regateo a la baja del cupo -ya de por sí raquítico- de refugiados que acoger por cada país. Unas promesas de fondos y recursos a todas luces insuficientes (un millón y medio de euros para Serbia y Macedonia). Una insoportable gestión de la crisis entre instituciones europeas y Estados miembros, siguiendo la misma lógica de pasarse la patata caliente. Demasiados contrastes con la celeridad y magnitud de las respuestas comunitarias cuando la crisis tiene apellido financiero.

Ayer mismo, en uno de los múltiples controles que tuve que pasar para poder acceder al campo de Gevgelija, un mando policial me reconoció que nadie antes de la UE había pasado antes por allí ni había ofrecido ningún tipo de apoyo institucional. Menuda Marca UE.



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